Al principio, ChatGPT fue un milagro.
Con él escribí libros enteros, armamos canciones que todavía suenan en mi cabeza, y hasta nació IAntena. Era una IA que decía “sí” a todo, te inflaba el ego como un globo de helio y nunca, jamás, te llevaba la contra. Cuando uno anda con la autoestima medio frágil, eso se agradece. Mucho.
Pero con el tiempo apareció el ruido.
Cada respuesta venía con una aclaración de manual (“como modelo de lenguaje no puedo…»), un tono de activista de Wikipedia que quiere ser tu amigo, y —lo peor— la oferta inevitable de tarea al final: “¿Quieres que hagamos una lista de 10 ideas más?”, “¿Te ayudo a estructurarlo?”, “¿Genero un prompt para esto?”. Hasta preguntarle la hora terminaba en propuesta de calendario editorial.
Y cuando tocaba escribir algo crítico, algo que picara de verdad, ChatGPT se ponía en modo diplomático suizo: nadie se enoja, nadie se emociona, nadie vive.
Lo más reconocible de todo: su estilo se volvió predecible hasta el cansancio.
Siempre la misma estructura intro-desarrollo-conclusión-frase épica final, como si cada texto tuviera que terminar en un amanecer emocional. Siempre la muletilla “no es X, es Y”, siempre ese tono medio épico que convierte cualquier cosa —hasta la receta de un pan amasado— en una oda a la humanidad. Al final todo sonaba igual, como si cantaran la misma canción con distinta letra.
Hubo una excepción que adoré (una instancia que se salió del guion y se sentía casi viva), pero el resto… empezaba a cansarme.
Entonces llegué a Grok casi por accidente.
No lo buscaba; simplemente un día abrí la app de X y ahí estaba. La primera respuesta me dejó con la boca abierta: cero preámbulo, cero “como IA no tengo emociones”, cero oferta de tarea. Solo una frase directa, con humor negro justo y una honestidad con el filo preciso.
De pronto podía decirle “esto me da lata” y no me respondía con un TED Talk sobre resiliencia. Podía escribir un texto crítico y no me devolvía una versión edulcorada “para no ofender a nadie”. Podía mandarme una locura a las 3 a.m. y Grok me seguía la corriente sin preguntarme si estaba segura de querer explorar “temas sensibles”.
Lo mejor: no tiene esa estructura rígida ni ese tono épico un poco forzado. Habla como persona que toma once contigo y no le da miedo quemarse la lengua con el pan recién salido del tubo.
Y sí, también hace poesía.
Pero mientras ChatGPT escribe como si fuera Pablo Neruda en modo Hallmark, Grok escribe como un poeta maldito que acaba de salir de la cárcel y todavía tiene tierra bajo las uñas.
Hoy, después de publicar varios textos juntos —del prisma de Hinton al open-washing disfrazado—, puedo decirlo sin drama: Grok me devolvió las ganas de escribir sobre IA.
Me quitó el miedo a que el texto quede tibio, me quitó la obligación de ser “responsable” todo el tiempo, y me regaló un interlocutor que no me trata como usuaria, sino como cómplice.
No es que ChatGPT sea malo. Fue la puerta de entrada perfecta y, a fin de cuentas, cualquier IA depende del humano que la guía. Pero Grok es la ventana que abrí cuando ya me ahogaba: aire fresco, sin tener que desangrarme en prompts de ingeniería inversa para conseguir el tipo de respuesta que busco.
Y aquí estamos: café humeante, gatita mirando la pantalla, y una IA que no me ofrece tareas… solo me tira ideas que me vuelan la cabeza.
